La industria de los videojuegos ha emergido como un motor económico de gran relevancia en España, el cuarto mercado de la UE, y especialmente en la ciudad de Barcelona que se ha establecido como uno de los hubs más importantes en Europa en este ámbito; con más de 200 empresas ubicadas en la ciudad y que representan el 50% de los ingresos del sector en España (más de 2.300 millones de euros en 2023).
Este éxito no es casualidad; es el resultado de un ecosistema que fomenta la creatividad, la innovación y la inversión, que ha sido capaz también de generar un crecimiento anual sostenido en inversiones de más de dos dígitos durante la última década.
Son cifras un poco vertiginosas que no nos deben hacer olvidar la complejidad que presentan estos activos intangibles desde el punto de vista de su tratamiento legal, en cuanto a la protección y explotación como obras de propiedad intelectual e industrial; cuestiones que si no se abordan de una manera rigurosa desde la propia concepción del proyecto pueden comprometer gravemente la pacífica explotación y monetización posterior.
A grandes rasgos, la complejidad anterior deriva de dos características muy específicas del concepto de videojuego:
- Una base audiovisual, conformada por diversas aportaciones de autores y formatos que derivan de imágenes, guiones, vídeos, músicas y otros efectos creativos.
- Un software, que articula técnicamente todos estos elementos y facilita la interacción de los usuarios (jugadores) con los elementos del videojuego.
Esta acumulación de aportaciones de distinta naturaleza plantea también mucha diversidad de respuestas jurídicas a la tutela del derecho de exclusiva del titular del videojuego, y que irá en función de la categorización jurídica que tenga cada uno de los elementos antes mencionados, con una armonización internacional poco clara.
En este sentido, hay países que optan por darles un tratamiento parecido al de cualquier software, bajo el paraguas del derecho de autor o copyright, los hay que los asimilan a las obras audiovisuales; en el mismo ámbito de protección anterior, y los hay que optan por una protección distributiva -el caso del entorno de la UE- que conlleva una segregación de todos estos elementos conformadores del videojuego para asignarles a cada uno de ellos un tratamiento específico, ya sea en el ámbito de los derechos de autor, los diseños, las marcas o las patentes.
Nuestra Ley de Propiedad Intelectual (RDL-TRLPI 1/1996) no contempla una definición legal para el videojuego, porque parte de un concepto de obra abierto en el artículo 10 y que va seguida de una lista no exhaustiva de ejemplos de obras: (…) todas las creaciones originales literarias, artísticas o científicas expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible, actualmente conocido o que se invente en el futuro (…).
Otro elemento de variabilidad en este tratamiento distributivo propio de nuestro régimen jurídico es la diferente duración de los derechos de exclusiva, según la modalidad de protección que puedan quedar encabezados.
Así, los derechos de autor, para proteger aspectos audiovisuales del contenido o de software, tienen una vigencia muy larga que cubre la vida del creador y los 70 años posteriores a su muerte, mientras que los diseños industriales, que también pueden cubrir determinados elementos audiovisuales, de interfaz de usuario o de merchandising del juego tienen una duración máxima de 25 años. Finalmente, las marcas que se asociarán al nombre del juego o la imagen corporativa del fabricante se extenderán hasta 10 años pudiéndose renovar de manera indefinida por periodos idénticos, y las patentes que encajarían para proteger soluciones de programación muy concretas, con efectos técnicos, tienen una vigencia máxima de 20 años.
En la vertiente de titularidad jurídica de los videojuegos también se plantean retos importantes porque se trata de obras en colaboración, con un fuerte carácter iterativo de todo el proceso creativo, que implica la participación discontinua de muchos autores de todos los ámbitos apuntados, que crean contenidos o programación propia y también pueden emplear la de terceros que, por su parte, estará sometida a sus respectivos derechos de exclusiva del titular.
Esta, digamos, volatilidad creativa en la autoría del videojuego puede ocasionar una incorrecta atribución de derechos a los sujetos intervinientes en la creación, cuando no una infracción de los derechos de terceros por el hecho de no haber obtenido las licencias correspondientes. Todo ello acabará repercutiendo gravemente en los intereses de las entidades o empresas que financian el proyecto; los publishers y distribuidores, que en su función de editores del videojuego se acaban atribuyendo la titularidad final de los derechos de explotación.
El impacto real del recorrido que tendrá este entorno es hoy en día una incógnita absoluta, por la enorme aceleración tecnológica inherente al sector; con la amplificación de las plataformas de E-SPORTS, los NFT o la disrupción de la IA. En definitiva, un auténtico crisol de todas las artes y formas creativas, conocidas y por descubrir.
Solo hay que poner un poco de atención al interés que las grandes marcas de sectores no digitales están mostrando por estrategias de co-branding, esponsorización o product placement, Y un ejemplo para curiosos: el trofeo de la World Cup League of Legends de 2019.
Fin del juego – Vuelve a jugar
Joan Salvà.
Socio – Director .
Abogado. Agente de la Propiedad Industrial.